Alice o el arte de volver a la vida

 


 

 ¿ Porqué Alice se preocupa tanto del pelo de sus muñecas ? ¿ Quienes son y que representan en su vida esos niños que travesean a su alrededor ? ¿ Porqué jugar con las baterias en lugar de los carritos ? ¿ A que aferrarnos cuando el mundo entero se nos viene abajo ?


Asi puede ser el audiovisual: inesperado, hermoso, preñado de revelaciones y contradicciones. Alejado de virtuosismos absurdos, conceptualismos o competencias como la Bienal Centroamericana de ahora mismo que, plegadas sobre si mismas, alejan al público y convierten arte y artistas en materia de subasta ganadera.



Alice fue el resultado del trabajo tenaz de Montserrat Retana y Melissa Rojas siguiendo a la protagonista y su familia a través de hogares, talleres, hospitales y clínicas de cuidados paliativos durante meses. Es arte imperfecto, que elabora de forma poética e inspiradora sobre la lucha vital de una heroína de familia y barrio. 

 

Quizás sea hora de dejar de ver el arte como objetos de consumo tabuados y absurdamente elitistas al servicio del ego del artista y sistema del arte, y empezar a verlo como un servicio, un tejido conjuntivo que construye comunidad y aprecio.


Quizás sea hora de devolver el arte a la vida. 

Olor a muñeca nueva

 No hablo ruso, ni italiano, pero entiendo el lenguaje visual de la publicidad que ejercí por casi quince años y aquel del videoarte hegemónico que practiqué otro tanto. El modernismo nos heredó el feo hábito de sobrevalorar la originalidad, asi que obviaremos la comparación con Jarmusch o Bergman. Del posmodernismo nos saltaremos la terca fórmula de la cita artística, por mucho que sea a Fellini o Woody Allen, para otorgar magnetismo crítico instantáneo a una obra nueva. ¿ Qué hay realmente de valioso y pertinente en la caleidoscópica película Muñecas rusas ?

 Tras quince minutos en la sala de cine, hasta la persona más distraida se percata de que le vendieron entradas para algo que no es exactamente “ficción narrativa” (su director se refiere a ella como documental). Doce minutos menos y Muñecas rusas duraría lo mismo que un programa regular de televisión, sin embargo es el primer largometraje costarricense que se atreve a desechar la curva dramática artistotélica de desarrollo de acción, climax y desenlace a la que nos ha condicionado el cine de espectáculo comercial e industrial hollywoodense. ¿Será este mérito suficiente para declararlo, punta de lanza del “Nuevo cine costarricense” como hicieran algunas personas?

 “Cine de riesgo” como se lo llama eufemísticamente en la industria fílmica, hemos tenido desde hace rato en Costa Rica. Cine que obtiene reconocimientos internacionales pero hace que las palomitas se le atraganten al público, cine que castiga al espectador inadvertido con puntos de giro y desenlaces aguados o abiertos como El camino, de Ishtar Yasin o Agua fria de mar, de Paz Fábrega, obra que confieso (en solapado homenaje a María Lourdes Cortés) me precipité a bautizar como la primera del “Nuevo cine costarricense” allá por el 2011: http://ayerestabaaqui.blogspot.com/2011/03/agua-fria-de-autora.html .

 Si el cine de ficción se ha vuelto, de tanto gastar y gastar los mismos caminos narrativos, una de las formas expresivas que menos esfuerzo exige al espectador, y por lo tanto de las más poderosas para remodelar el imaginario, ¿Cuales caminos nos invita a recorrer este juego de apariencias y variaciones sobre un tema, confeccionado por cineastas, para públicos cinestas, con cineastas como actores e incluso filmada dentro del espacio del mismo cine donde se llegó a estrenar?

 “El cine documental, en su diversidad, es quizás más inventivo que la ficción, que está muy codificada. Me parece que la ficción pasa siempre por los mismos senderos respecto del espectador. En tanto que cada film documental, en principio, está obligado a partir de cero” afirma André Labarthe. ¿Se deberá a ello la provocación del Sr. Ureña al referirse a Muñecas rusas cómo un documental y no como ficción o videoarte de más de una hora?

 En el 2012, integré el jurado de preselección del Festival de Cine de Costa Rica. Los demás integrantes del jurado acordaron, no solo declarar desierta la categoría de videoarte de pantalla, sino recomendar que no se la volviera a convocar. Al recordarles que carecían de criterios para valorar este tipo de obras, me cargaron con la responsabilidad de redactarlos. La ignorancia es atrevida y casi todos los cineastas que conozco consideran el videoarte, como una especie de hijo tarado y bastardo del gran cine narrativo. Casi todos, menos un puñado, entre ellos Jurgen Ureña, director de Muñecas rusas.

 El videoarte nace del arte conceptual de los años sesenta, por ende su concepto y pertinencia socio-cultural resultan claves y deben ser valorados detenidamente. Muñecas rusas propone un juego de apariencias en que los personajes imaginados y aquellos de carne y hueso se azuzan, seducen y cuestionan hasta llevarnos a dudar, no solo nuestra capacidad de hilar una narrativa a partir de retazos, sino del propósito de la obra. La mente de Antonio el viejo cineasta (interpretado por Antonio Yglesias, quien realmente dirigió su último largometraje en 1984), parece ser el lugar mismo de la puesta en escena. Esa incapacidad de decir que no, esa urgencia de vivir seduciendo o como diríamos más coloquialmente “echando el cuento” toca una arteria del flujo vital simbólico de la Costa Rica, a veces tan seductora como hipócrita, de principios del siglo XXI.

 Como el videoarte tiende a probar los límites o atacar abiertamente las convenciones narrativas, actorales, fotográficas y de diálogos del cine y la televisión, su coherencia de estructuración para con el tema tratado también resulta buen indicador. La precipitación hacia el subtexto resulta clave en ausencia de tramas o fórmulas narrativas convencionales, que sostengan una primera lectura. Muñecas rusas empieza jugando con nuestra curiosidad al ver los mismos diálogos y dinámica de seducción puesta en escena repetidamente por diferentes parejas. Según avanza el film, no necesariamente la historia, estos ejercicios se nos empiezan a revelar como los desvaríos y aspiraciones de Antonio, el viejo cineasta. Hacia el final dominan las tomas difuminadas y de fuerte ambigüedad espacial, reforzando el punto de vista no ya subjetivo, sino obsesivo, del director-protagonista, que no solamente sustenta a sus personajes sino que parece necesitar de ellos para dar sentido a su vida.

 El videoarte no oculta su origen híbrido y suele funcionar como crisol de otros medios, fusionando foto fija, animación, “performance”, arte sonoro, interactividad, etc.. Los glamurosos vestuarios, maquillajes y cinematografía publicitaria de Muñecas rusas contrastan con su desnuda propuesta escenográfica, que insiste en recordarnos se trata de actores en un ensayo permanente y repetitivo, casi sísifico por lo que adquiere carácter de “performance”, más teatral hacia el principio y naturalista e intimista hacia el final. Sus repetitivos diálogos mutan en cuanto a significado. En la toma final el juego de seducción alcanza gran naturalismo y, con la salida de campo de la actriz y su desplante hacia el director “voyeur”, se sugiere una pérdida de memoria ante el espacio vacío, y anticipa el final de la cinta y, posiblemente, el del propio Antonio.

 ¿ Cómo es posible entonces que, a pesar de todo lo anterior, la primera vez que vi Muñecas rusas en el Festival de Cine Costa Rica 2014 terminé imaginando su final desde el otro lado de la calle, delante de una sopa agripicante en el restaurante chino frente al cine Magaly?

 Alineando a los sospechosos habituales del cine nacional: diálogos inverosímiles, interpretaciones deficientes o dirección inexperta, ninguno de ellos parece haber estado presente en esta escena del crimen. Al emplear lenguaje híbrido y afín a la videocreación, Ureña pretende que veamos la cinta con otros ojos, pero se traiciona al forzar su obra en el formato del largometraje de ficción. En la gran sala el espectador inadvertido espera catarsis y desarrollo emocional, o en su defecto por lo menos relaciones elementales de causa/efecto o evolución en funciones de relevo de sentido entre sonido e imagen. Se encuentra, por el contrario, con un cúmulo de referentes cinéfilos y efectos fotográficos que a duras penas logran retener su atención por una hora y seis minutos.

 Es posible que los incómodos cajoncitos en que forzamos el videoarte (corto, formalista y no narrativo), el documental (basado en entrevista, directo y didáctico) y la ficción (larga, con actores conocidos y emociones predecibles), se le quedaran chiquitos a Muñecas rusas. El videoarte (y el cine experimental) son la cantera que renueva y mantiene vivo el lenguaje del cine de masas y su potencial de soprender y desestabilizar imaginarios. Hace preguntas difíciles, no necesariamente lleva al espectador de la mano, ni gana premios de autobombo en la academia. Quizás, al igual que en medicina, y contrario a lo que nos quiere hacer creer Hollywood, las principales innovaciones del lenguaje fílmico han surgido no de sus más obedientes practicantes, sino de aquellos que al igual que el Sr. Ureña corren riesgos desde la frontera de su saber.